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No me chilles que no te veo

Publicada el: 2 de abril de 2011

Retornaba yo a mi casa, cerca de la medianoche de un día laborable, cuando me llamó la atención el volumen de la conversación, casi a gritos, que una pandilla de jóvenes, ya talludos, mantenía en una terraza, sobre cuyas mesas descansaban múltiples botellines vacíos de cerveza, causa, seguramente, de su descontrolada verborrea.

 

Pensé entonces, mirando a las ventanas del primer piso, pobres sus inquilinos sobre todo si como yo tienen hijos que se acuestan temprano. Y seguía calle abajo con mis maquinaciones peripatéticas pensando qué sentido tiene insonorizar los locales si la clientela ya no consume dentro, sino que lo hace a cielo abierto.

 

Me cuestionaba así de qué sirven leyes, decretos y ordenanzas que sancionan la contaminación acústica si los ayuntamientos dan licencias a discreción para que las terrazas ocupen indiscriminadamente la vía pública, trasladando afuera la actividad hostelera al igual que los manteros extienden su género sobre las aceras.

 

Claro, pensaba yo, quizás pretenden los ediles que aprueban semejante desafuero que los consumidores tomen sus copas en silencio, y ya me imaginaba terrazas con leyendas del tipo “silencio, se bebe”, o “si bebes no converses”, con cita del articulado de una imaginaria ordenanza municipal.

 

El absurdo de ese pensamiento me recordó la comedia de Arthur Miller “No me chilles que no te veo” sobre la amistad entre un ciego y un sordo. Y me preguntaba, ¿tan difícil es conciliar el negocio del ocio con el ocio que no es negocio?, ¿acaso no se pueden ordenar esa actividad para que a las 22 horas se recojan las terrazas?

 

El día que se realmente el ruido social se perciba por lo regidores municipales como lo que es, un grave problema de salud pública, tan gravoso como puede ser el tabaco, quizás mis ilusas preguntas tengan una razonable respuesta de su parte. Mientras tanto seguiré contento de vivir en un 7º, lejos de la acera.

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