El rictus del político
Publicada el: 16 de febrero de 2014
Viene a cuento la cita al ver la foto de un miembro de gobierno gallego mirar de forma altiva, casi apretando lo dientes y con el ceño fruncido a un grupo de preferentistas y emigrantes que en Tui le abordan.
Ni las lagrimas que afloran de los ojos de pena de una señora que a él se dirige con cara de suplica y no de reproche, ni la situación conocida de esos colectivos, admite un gesto de humanidad en el alto cargo que sigue la escena de brazos cruzados.
Es compresible que los políticos no tengan soluciones para todo, ni siquiera para los problemas que ellos mismos han generado, pero la vanidad que destilan sus gestos ante la crisis les retrata como seres sin alma.
Ignoran que la primera manera de ganarse el respeto de la gente es salir de los despachos y los coches oficiales y tomar el pulso de la calle y de los mercados –de los otros, los de abastos-, cosa que sólo hacen en periodo electoral.
Recuerdo una anécdota personal; recién llegado el actual inquilino de Monte Pío a su residencia oficial, lo vi haciendo footing en sus jardines privados, y yo que hacía lo mismo en un parque público aledaño le anime con un gesto a que me acompañara.
En lugar salir a correr donde donde lo hace el común de la gente, lo que apareció fue un coche de la policía autonómica que me disuadió con su presencia de insistir en mi inocente invitación.
Los políticos viven es esas torres de marfil donde, por ejemplo, se cuajó la fusión de las cajas de ahorros gallegas que terminó por hundirlas, y cuando pisan la calle lo hacen siempre rodeados de sus adlátere. Le llaman el “síndrome de la Moncloa”.